Archivo del Autor: Julio López Ruiz

La Academia (1)

Esta semana inicia para mí un nuevo entrenamiento en mi carrera. Aunque me he desempeñado siempre en el mismo puesto dentro de la empresa en la que laboro, la realidad es que mis actividades cambian radicalmente de tiempo en tiempo. No ha sido nada raro que, sorpresivamente, lleguen instrucciones desde “el corporativo” ordenando modificar o ajustar actividades para adaptarlas a los nuevos entornos de la vida tecnológica.

Sí, la vida tecnológica cambia violentamente. Mi trabajo recibe toda esa violencia y debe reaccionar de alguna manera para recibir el impacto lo menos dolorosamente que se pueda. Porque, sobra decirlo, es imposible quitarse de su camino.

Debido a todos esos cambios, el día de hoy viajé a Seattle, Washington. O, mejor dicho, a un lugar cercano llamado Redmond, donde se encuentra la sede de la corporación donde laboro. Lo único importante de este día es el viaje. Bueno, importante o no, fue lo único que ocurrió. Lo que sí puedo decir es que no fue un viaje normal, como el de otras ocasiones que he viajado a este lugar. No. Y precisamente por eso, es que hoy escribo, para resguardar la integridad de lo que pasó en mi memoria (la electrónica, por supuesto).

Inicié el día cambiando la forma de trasladarme al aeropuerto. Nada del otro mundo, salvo que tuve la grata experiencia de darme cuenta que la eficiencia de Uber supera cualquier buen resultado que haya tenido con las empresas de taxi por teléfono. No voy a detenerme a despotricar contra éstas últimas, aunque mencionaré que varias veces me dejaron colgado con su servicio poniéndole un estrés innecesario al, ya de por sí, pesado viaje. El día de hoy, el auto de Uber que pasó por mí fue puntual y rápido en mi traslado al aeropuerto. Mejor aún: fue mucho más barato que cualquier taxi. Qué más podía pedir.

Una vez en el aeropuerto, el proceso de check-in (o de documentación) fue bastante rápido y logré librarme de los controles y revisiones con más ligereza de lo que hubiera pensado. La sorpresa fue que, en lugar de los típicos asientos en clase perrage, mis asientos eran de la clase Business Priority. No sé cómo fue el error, regalo o milagro. El caso es que, al momento de que comenzamos a abordar, me di cuenta de que no había número de grupo para abordar en mi boleto, sino un letrero que decía Priority. Ni tardo ni perezoso, aproveché y subí a los cómodos asientos VIP (Very Important People) de esta clase privilegiada. Nada especial, por cierto. De hecho, me parecen mucho más cómodos los asientos de cualquier sala VIP en el cine. Y, digo, no es que por ir en clase Business Priority un potencial accidente perdone a sus privilegiados miembros, pero sí existen algunas diferencias que hacen disfrutable viajar en este “nivel”. Me refiero, primordialmente, a la comida. El desayuno VIP supera con creces a los cacahuates de la clase VPP (Very Poor People). El espacio entre asientos y el espacio EN el asiento marcan una gran diferencia también. Bueno, el caso es que disfruté el viajecito de dos horas que me llevó a la primera escala que debía hacer en el aeropuerto de Dallas.

Supongo que algo malo ocurrió en Dallas con el personal que revisa la documentación de los viajeros extranjeros, porque la verdad es que fue la peor atención que he recibido de parte de este tipo oficiales migratorios. En una fila de unas cien personas, tardé formado más de hora y media. Lentísimo. No, más que lento; agobiante. Necesitaba tomar el siguiente vuelo y aquellos robustos empleados no lograban darse prisa atendiendo a TODOS los que íbamos llegando. Hicieron algunas modificaciones en las filas y, para mi mala suerte, fui a caer con un oficial aduanal que parecía saber mucho de datos curiosos y estadísticas. Me preguntó lo mismo que siempre me preguntan: que a dónde voy, por qué voy, con quién voy, cómo voy, cuánto tiempo y por qué tanto. Lo de siempre. Ah, pero no contaba con la estadística maldita. Quiero aclarar que nunca he cambiado mi nombre, porque eso hubiera explicado mucho. Resulta que, al final de la revisión de mis documentos, el oficial de migración emitió un ligero “oh-oh”. Algo así como: “acabo de toparme un problema rarísimo que sólo le ocurre a unos cuántos y tú, sí, tú, eres uno de ellos”. Lo siguiente que me dijo fue curioso: tienes un nombre común. Pocas veces hubiera descrito mi nombre como común, pero, al ver que no comprendía sus palabras por completo, me aclaró: José es uno de los nombres más comunes del mundo. Aunque no tenía la certeza, no me sonó raro. Estaba a punto de contestarle “Gracias por el dato, oficial”, cuando agregó: “Acompáñame al cuartito de los castigos”. Quizás no lo dijo así, pero sabía lo que significaba: iban a revisar mis datos para validar que no fuera yo algún criminal convicto escapando de la justicia. En el camino al “cuartito”, el oficial siguió explicándome: “José es el segundo nombre más común en el mundo, ¿sabes cuál es el primero?”. Supuse que, aunque respondiera correctamente, no me iba a salvar, así que sólo contesté “No, ¿cuál es?”. “Mohamed. El tercero es María”. Y dicho esto, me depositó en el cuartito junto con otros paisanos (¿otros Josés o Mohameds?). Después de verificar que, en ese momento, no era ningún José buscado por alguna autoridad nacional o internacional, me dejaron seguir mi camino hacia mi siguiente vuelo. Vuelo que, por cierto, ya había perdido, así que tuve que ir a ver cómo demonios hacía para encontrar otro vuelo desocupado que me trajera a Seattle (bueno, a Redmond) a buena hora.

En el módulo de la aerolínea trataron de ayudarme sin preguntar casi nada. No sé si no les interesaba por qué había perdido el vuelo, pese a que el anterior había llegado a tiempo, o simplemente vieron mi nombre en el pasaporte y dedujeron lo que había pasado: “Ah, es otro José”. El caso es que el siguiente vuelo era en dos horas, pero no iba a poder disfrutar de la Busines Priority class porque no había lugares disponibles. Y, lo peor, es que estaría sentado en las filas de salida de emergencia, donde está un poco menos afortunado el asunto (algo así como de VVPP). Me resigné porque era el vuelo más cercano, aunque la empleada del mostrador me ofreció que, de ser posible, me cambiaría el asiento (o sea, de VVPP a VIP) si algún ricachón no llegaba. Ni hablar. Me fui a la sala asignada y esperé a que alguno de los empleados que se colocan en la puerta de embarque anunciara que José había obtenido un lugar en VIP. No ocurrió. Cuando llegó el momento, tuve que resignarme a usar el asiento 24C del pasillo de la salida de emergencia. Por cierto que, en caso de emergencia, poco habría que hacer, según yo, pero ése es tema de otra conversación. El caso es que ya estaba yo embutido en el asiento cuando la azafata anuncia que será un vuelo “completo”. Eso quería decir que ya estaban asignados todos los asientos. Mis esperanzas murieron en ese momento. Ya estaba preparándome para ver cómo me acomodaba para dormir un rato, cuando un empleado de la aerolínea llegó hasta mi lugar. ”¿Usted es José?”. “Ya valió”, fue lo primero que pensé, pero respondí afirmativamente con la cabeza sin hacer contacto visual. “Tenemos un asiento en clase VIP para usted. Por favor, acompáñeme”. Durante el recorrido del pasillo no mencionó nada de los nombres más comunes, así que me dio cierta confianza el tipo. Cuando llegamos hasta el inicio del avión, allí estaba el anhelado asiento VIP. En menos de lo que se dieron cuenta los demás pasajeros, tomé posesión de aquel trono. Me entregaron un nuevo boleto con mi nombre en donde también se leía la nueva asignación: 1C. Luego vi al pobre VPP que entró para ocupar el lugar 24C que había quedado disponible. “Sorry, my friend”, pensé, aunque realmente no lo sentía tanto.

Contrario a lo que yo pensaba, en mi nuevo lugar VIP pude presenciar cosas más interesantes que la buena comida (que, por cierto, fue deliciosa). Resulta que, ya cuando todos habíamos comido, uno de los pasajeros hizo su recorrido al baño VIP y, tras balancearse un poco, cayó de espaldas en la cocina. La azafata no supo qué hacer de buenas a primeras. Vio que aquel tipo se convulsionaba un poco y que permanecía boca arriba en su piso. Buscó no moverlo (no hubiera podido, aunque lo hubiera querido), y colectó algunas mantas VIP para ponerlas de almohada al recién caído. Antes de que pudiera colocarlas, se acercó un sujeto y ella le preguntó con cierta esperanza: “¿Es usted doctor?”. “No, pero vengo a ayudar”. Ella no supo cómo reaccionar y, todavía con las mantas en la mano, tomó el teléfono y le llamó a una compañera. La otra azafata tardó un poco en llegar. Supongo que estaba buscando a algún doctor entre los pasajeros. El hombre que se había ofrecido a ayudar le preguntó al caído si se sentía bien. La azafata se veía algo angustiada, pero guardó la calma. Era la primera vez que me tocaba presenciar algo así durante un vuelo y me pregunté cuál sería el protocolo en esos casos. ¿Se mandaría el avió al aeropuerto más cercano para darle atención médica al enfermo? ¿Le aplicarían algún tipo de tratamiento o primeros auxilios las azafatas? ¿Tendríamos que regresar a Dallas? Debo confesar que esta última alternativa me horrorizó más que ver caer a aquel pasajero. Apenas analizaba yo cómo podía ser el desenlace de aquella emergencia, cuando el pasajero voluntario le ofreció su mano al caído y lo ayudó a incorporarse. Un poco mareado, el recién levantado comenzó a platicar qué fue lo que sintió antes de desplomarse en la cocina. Aparentemente, algún tipo de mareo lo atacó durante su trayecto al baño y, mediante un destello inesperado en su mente, perdió la conciencia al siguiente instante. Justo en ese momento llegó la otra azafata con un pasajero doctor. O un doctor pasajero. Bueno, un doctor. Se ve que el pobre enfermo estaba más apenado que en riesgo porque trató de convencer a todos que estaba bien y que quería regresar a su asiento. Después de hacer algunas bromas con el doctor pasajero, se retiró de la cocina. No recordé que el enfermo hubiera alcanzado a entrar al baño, así que ya no pedí nada más de comer.

Hubo algunos otros incidentes en el área VIP. Pasajeros ya medio borrachos coqueteándole a la azafata, bebés llorando como si fueran en clase VPP, etc. Nada tan relevante como aquel hombre que perdió el conocimiento en pleno vuelo.

El resto del viaje fue normal, con algunas dificultades para llegar al hotel. Nada del otro mundo. Mañana, con el inicio del curso al que vengo, seguramente habrá nuevas anécdotas que contar. Espero no meter demasiado la pata en este tipo de exposiciones ante audiencias internacionales. Por lo pronto, mi gafete dirá Julio, nada de José.

 


Victorugo

Todavía no entiendo por qué razón la profesora Josefina tomó aquella decisión, pero estoy convencido de que lo hizo porque me odiaba. Siempre supe que contradecirla y hacerme el listo con ella no me iba a traer nada bueno, pero ¿qué puedo decir a mi favor? Nada, excepto que disfrutaba ponerla en ridículo. Por supuesto, no era una actitud digna ni esperada de un niño de diez años y quizás eso provocó la furibunda reacción de mi víctima, es decir, de mi maestra. Supongo que su odio llegó a tal grado que la mejor forma de lidiar con un niño genio como yo, era no tener que lidiar con él. Por supuesto, ésas son sólo suposiciones que puedo hacer, ya que la versión oficial de mi cambio a un grupo «avanzado» era que yo necesitaba un tipo de atención especial, diferente a lo que estaba yo obteniendo en mi grupo «normal». Como haya sido, un buen día tuve que presentarme en un edificio diferente de la escuela, en el salón de clases más grande que yo hubiera visto antes. Quizás el tamaño se debía a los aires de grandeza de los alumnos y maestros que solían adentrarse en ellos. Diría que se trataba de un verdadero desperdicio de espacio, hasta que entré yo.

No puedo decir que la sensación de incorporarme a un grupo nuevo haya sido placentera de ningún modo. Sentí el peso de las miradas cayendo despiadadamente sobre mis hombros mientras la maestra Carolina, mi nueva maestra, hacía mi presentación frente a mis nuevos compañeros. Bajé la mirada casi instintivamente. No sé si lo hice para evitar simplemente el contacto visual o si tenía miedo de reconocer que alguno de aquellos presumidos podría llegar a ser una verdadera competencia para mí. No escuché que ninguno dijera nada mientras yo era examinado en aquel enorme espacio, sólo reconocí la voz de la maestra indicándome la mesa que ahora sería mi nuevo lugar de trabajo. Tardé un poco en notar que cada uno de nosotros tenía una mesa asignada de forma individual, de modo que no tendría necesidad de compartirla con nadie. Este aspecto me gustó porque nunca he sido bueno para las relaciones sociales y prefería permanecer lo más aislado y oculto que me fuera posible. Más pronto de lo que hubiera imaginado, terminé acostumbrándome a aquel ambiente y comencé a relajarme.

En mi nuevo grupo había un poco de todo; desde el gordito de lentes con excelente memoria, hasta los fanáticos de alguna cultura extranjera que se pasaban el día hablando en otros idiomas sólo para que nadie (quizás sólo yo) supiera de qué hablaban. Y de todos aquellos especímenes, tuve que elegir a uno para que los recreos fueran más llevaderos para mí. De hecho, no estoy seguro de si fui yo quien lo eligió o si fue decisión suya el comenzar a dirigirme la palabra. Lo que sí recuerdo es que me tendió su mano y me dijo que su nombre era Victorugo (según me comentó, una funcionaria del registro civil interpretó un «así como suena» por un «todo junto»). Para mi sorpresa, aquel niño flaquito resultó ser bastante agradable. Era un poco más moreno que la mayoría y, al principio, pensé que se trataba del primer niño afroamericano que conocía. Sólo resultó ser muy moreno, nada más. El caso es que Victorugo y yo comenzamos a tener conversaciones interesantes y nos descubrimos bastante afines en ciertos aspectos. A ambos nos gustaban los rompecabezas, armar el cubo Rubik y disfrutábamos las adivinanzas ingeniosas. Lo que tardé un poco más en notar es que teníamos más diferencias de las que podía yo tolerar. Estaba, por ejemplo, aquella obsesión que Victorugo tenía con respecto a hacerse sacerdote cuando fuera mayor. A mí únicamente se me había ocurrido que yo sería piloto de carreras cuando creciera, aunque sólo lo deseaba por la oportunidad de usar casco y de poder manejar un auto solo. La idea de ser sacerdote era algo que, definitivamente, no había logrado entrar a mis pensamientos hasta que escuché aquella confesión de mi nuevo (único) amigo. No le di mayor importancia, para ser honesto, pero él parecía tener una necesidad de mencionarlo a la menor provocación. Cuando nos reuníamos en su casa, por ejemplo, para hacer la tarea, no dudaba en mostrarme los avances que había hecho en sus estudios religiosos y me explicaba cada nuevo secreto que descubría en ellos. Todo aquello podía soportarlo sin ningún esfuerzo, pero mi paciencia se colmó cuando Victorugo comenzó a insinuar que yo también debería pensar en el sacerdocio como una forma de vida en el futuro. Tal comentario me perturbó más de lo que hubiera querido, pues él notó cómo el desagrado se dibujaba en mis facciones. Sin decir una palabra, ambos decidimos no continuar hablando al respecto.

Sin embargo, el hecho de que Victorugo y yo no comentáramos sobre el tema entre nosotros, no significó que él se lo guardara sólo para sí. Por el contrario, trató de convencer a otros alumnos del salón de que ése era el único camino viable y lógico a seguir. Nadie parecía tomarlo en cuenta, aunque eso no significaba que no lo consideraran loco. De hecho, uno de nuestros compañeros menos brillante, David, comenzó a burlarse en su cara llamándolo «padrecito», «el curita» o «San Martín de Porres» (por el color tan moreno de Victorugo, lo cual me hizo pensar en que alguien más debió sugerirle el apodo, pues no creo que David supiera nada del santo al que se refería). El caso es que, ante la poca aceptación de su ideal, Victorugo dejó de mencionarlo al resto del grupo y, a partir de ese momento (estoy seguro que fue justo en ese momento), comenzó a cambiar en su forma de comportarse conmigo. Al principio, lo tomé sólo como detalles sin importancia: competía en exceso conmigo por sacar mejores calificaciones, por correr más rápido en los recreos, rebatía mis respuestas frente a la maestra Carolina y se esforzaba (no demasiado) en hacerme quedar como un tonto. Pero después las cosas comenzaron a complicarse. Se acercaba a mí sin razón aparente y me decía algún intento de insulto (lo llamo «intento de insulto» porque Victorugo nunca decía groserías ni malas palabras, no importa cuán enojado estuviera), me empujaba contra alguien más en franca intención de provocar una pelea, incluso llegó a robar el sándwich que llevaba regularmente para comer en el recreo. No se requirió de mucho tiempo para que nuestros compañeros (incluido David) se dieran cuenta de que existían estos «roces» y discrepancias entre nosotros. David comenzó a llamarme «diablo» porque, según su interpretación, me oponía a las buenas obras del «curita». Por extraño que resulte, la atención que habíamos atraído en el grupo hizo que Victorugo dejara momentáneamente sus intentos de sacarme de mis cabales, así que pude disfrutar de algunas semanas de tranquilidad inesperada en la escuela.

Por supuesto, esto no podía durar para siempre. Un día, con la cara más seria que le había conocido hasta entonces, llegó hasta mi lugar en el salón, se inclinó hacia mí (en demasía, diría yo) y, casi murmurando, me dijo que todo estaba arreglado: él y yo teníamos que pelear para definir un ganador. ¿Pelear? ¿Había entendido bien yo? Haciéndome un poco hacia atrás (realmente lo tenía muy cerca), quise adivinar si sus palabras realmente habían sido ésas. «Hoy, a la hora de la salida, afuera», dijo con la misma cara seria. No supe si tenía preparado aquellas palabras desde la noche anterior, pero seguro me impresionó su seguridad. «Hoy, a la hora de la salida, afuera», repetí mentalmente y tuve que ahogar una carcajada. Supongo que debí haberlo llenado de saliva tratando de no reírme porque retrocedió inmediatamente. Su cara se modificó de tal forma que casi logra asustarme (de hecho me asustó) ya que parecía poseído por (¿un demonio?, imposible) el odio. «Hoy, a la salida, afuera», dijo nuevamente y, por primera vez, supe que me esperaba una pelea al salir.

Mi carácter siempre les había resultado incómodo a mis maestros, pero nunca había llegado al grado de pelear físicamente con alguien dentro de la escuela. De hecho, no había tenido la necesidad (¿oportunidad?) de pelear en ninguna parte. Al darme cuenta de esto, comencé a sentir un miedo nuevo: miedo a ser golpeado, supongo. Había visto cómo en las series de televisión se intercambiaban golpes continuamente, pero nunca me imaginé que algún día estaría yo en aquella situación. Peor aún: ¿cuál rol me tocaría interpretar en aquella tarde: el golpeado o el golpeador? ¿El derrotado o el vencedor? Por supuesto, no sabía pelear, lo cual me ponía en una difícil situación para poder ganar. No tenía idea si Victorugo sabía pelear o no, pero sí sabía que él tenía la decisión de hacerme caer por mis pecados cometidos. Fue entonces que recordé que realmente no había una razón por la cual teníamos que pelear: todo había sido un malentendido sobre sus deseos de volverse cura y mi negación de imitarlo en esa determinación. No era algo que requiriera que nos golpeáramos ¿o sí? Seguramente podría hablar con él y hacerlo entender que, siendo dos personas inteligentes (más yo que él, obviamente), no llegaríamos a nada sacándonos el polvo a trancazos. Pero en cuanto me acerqué a tratar de platicar con él, esquivó mi mirada y se alejó diciendo aquellas aprendidas palabras: Hoy, a la salida, afuera. Estaba determinado a pelear conmigo ese día. Hasta en sus ojos pude descifrar la concentración y la resolución de batirme a golpes. Seguramente no pensaba en otra cosa y yo no sabía cómo hacer para evitar ser golpeado con la saña que aquella mirada fría emanaba. ¿Pero realmente tenía razón de preocuparme? Yo era más alto que él y, ciertamente, tenía más fuerza en una sola mano que él en sus dos raquíticos brazos. No había de qué preocuparse entonces, pensé y logré tranquilizarme por unos momentos, hasta que recordé que en las series de televisión no siempre gana el más fuerte, sino el más astuto (ese seguía siendo yo ¿no?). Una nueva ola de inseguridad me arrojó sobre mis miedos y decidí que no podía correr más riesgos. Fui rápidamente de regreso a mi lugar y busqué entre todas las cosas que llevaba en mi mochila. Busqué algo que pudiera servirme como defensa, como escudo que contuviera los embates de mi tirano atacante. Fuera de algunos cuadernos, no encontré nada que pudiera servir para protegerme adecuadamente. ¿Pero acaso no dicen que la mejor defensa es el ataque? Busqué más allá y, tras descartar bolígrafos y sacapuntas, quedó en mi mano un objeto bastante prometedor: la afilada punta del compás de geometría. Tuve que quitarla del armazón completo para que resultara más fácil de ocultar y de usar (sólo en caso necesario, claro). El aferrarme a aquella arma blanca (por supuesto que eso era) me hizo despreocuparme del asunto de la pelea por el resto de las clases.

La campanada que indicaba el final de las clases sonó finalmente y el primero en ponerse en pie fue Victorugo. Salió de forma apresurada del salón, no sin antes descargar sobre mí la furia que llevaba guardada en los ojos. Era una advertencia de que la hora había llegado y que me encontraría en el lugar donde nuestros destinos habrían de definirse. Me incorporé lentamente y pude notar que las piernas me temblaban. Guardé el último cuaderno en mi mochila y, asegurándome que la punta del compás aún se alojaba en mi puño cerrado, inicié mi recorrido hacia la salida de la escuela. Intenté no mirar a nadie mientras caminaba para no revelar mi miedo, pero en cualquier risa que escuchaba me parecía encontrar burlas y sornas. Hubiera sido tan fácil simplemente seguirle la corriente a Victorugo. Hubiera sido más fácil decir que sí, que realmente iba a convertirme en sacerdote cuando creciera, que su vocación era mi vocación y que, como él, quería el bien común. Pues eso es lo que quiere un sacerdote ¿verdad? El bien común, el mayor beneficio para la humanidad. Y esto no lo era. Los sacerdotes no se exponen a golpes ante los que no fueron sacerdotes (¿o sí?). Lentamente, mi ánimo cambió. Podía convencerlo de que aquello era un error. Podía hacerle ver que el sacerdocio, que la vocación no se ganaba partiéndole la cara a otros (no en el sentido literal, por lo menos). Mis pasos adquirieron mayor firmeza y me dirigí hacia donde sabía que Victorugo me esperaría. Con ánimos renovados, crucé la puerta de salida de la escuela y, a unos veinte metros de allí, lo vi esperándome. A lo lejos percibí una ligera sonrisa de satisfacción (quizás de perversión) en su rostro. Nuevamente mis pasos flaquearon y trastabillé al intentar acercarme. Este descuido hizo que mi marcha de detuviera por completo y él quizás lo interpretó como que yo estaba retractándome de pelear, pues corrió hacia donde yo había quedado detenido. En cuanto llegó a donde yo estaba, comenzó a gritarme y, contra sus propios principios, me insultó con todas las letras que eran necesarias para hacerme reaccionar (las cuatro). Le grité que aquello era una tontería, que un sacerdote nunca haría algo así, que no era su labor ni sería bien visto ante los ojos de Dios. Por toda respuesta obtuve un golpe en la boca del estómago que, de haber sido aplicado con más fuerza, me hubiera logrado sacar el aire. Yo contraataqué con un golpe al viento y una patada que se estrelló contra una pequeña piedra y levantó mucho polvo. Sé que la tele-transportación no existe pero, al ver a media escuela rodeándonos y gritándonos para que siguiéramos peleando, sólo tuve la opción de creer que sí. Él me abofeteó (¿se puede abofetear en una pelea?) con su mano derecha y todos comenzaron a reírse (no supe de quién). Yo procuré no hacer más el ridículo y me la pasé empujándolo para que no pudiera golpearme nuevamente. Dimos una infinidad de vueltas sin hacernos el menor daño y, cuando todos comenzaron a aburrirse, Victorugo se lanzó cual proyectil sobre mi hombro y lo mordió con tanta fuerza que hizo que todos gritáramos (principalmente yo). En mi desesperación por quitarme de encima aquel dolor creciente, abrí mi puño izquierdo y la punta de compás hizo su acto de aparición. Con un movimiento rápido, la dirigí con fuerza hacia su pecho y un grito horrible salió de su boca.

La concurrencia se dispersó apenas vieron la mancha de sangre formándose sobre la blanca camisa de Victorugo. Yo tenía más miedo que nunca y me alejé también de allí. Victorugo cayó sobre sus rodillas tocando con sus flacos dedos el lugar donde yo lo acababa de herir. Recuerdo que en esa posición estaba cuando yo caminaba apresuradamente y me decía internamente que tenía que deshacerme de la punta del compás. Lo primero (quizás lo único) que se me ocurrió para este fin fue arrojarla entre unos arbustos que encontré y, al notar que David iba siguiéndome, no pude contener el comentario y dije con toda la pretensión que pude: Ya no voy a necesitar esto. Por alguna razón extraña, David, en lugar de seguirme, se lanzó tras el lugar donde había caído la punta. No le di mayor importancia y seguí avanzando hasta que mis nervios disminuyeron un poco para percatarme que no me dirigía a ningún lugar conocido. En mi prisa y con la ansiedad que bloqueaba mis pensamientos, había cambiado tantas veces de rumbo que había logrado perderme. Traté de ubicarme mirando casas y caminos que pudieran ponerme en marcha hacia mi hogar, pero no resultó tan fácil. Después de dar algún par de vueltas en plena desorientación, finalmente visualicé dos siluetas conocidas: Victorugo y David se acercaban hacia mí. Lo primero que pude identificar fue el odio que se reflejaba en el rostro de Victorugo. Luego, que en la mano llevaba sujetada firmemente la misma punta de compás que yo acababa de botar. David parecía sonreír y, en cuanto me alcanzaron, se hizo a un lado para dejar claro que sólo estaba como espectador. Victorugo se puso frente a mí con una agilidad que me sorprendió y no me permitió escapar de allí. «¿Ésas tenemos?», me dijo tomando la punta del compás como si fuera un cuchillo y, antes de lanzarse hacia mí, dijo: «Ojo por ojo». Ya no buscaba golpearme o morderme como hacía algunos minutos, sino que ahora buscaba clavar aquella punta como lo había hecho yo. Lo esquivé tanto como pude por un rato. Si bien su herida no era grave, había sido suficiente para que su deseo de venganza se avivara como si fuera una fogata recién alimentada con madera seca. Ambos estábamos cansados y llegué a pensar que el peso de sus propios brazos bastaría para que desistiera en su intento. Pero en un movimiento inesperado, con una patada giratoria golpeó mi pierna de apoyo y me hizo perder el equilibrio.

Las cosas ocurrieron demasiado rápido y el dolor comenzó a extenderse por todo mi cuerpo casi instantáneamente. Lo blanco de mi camisa comenzó a ceder ante el rojo oscuro de mi sangre. Victorugo me miró sabiéndose triunfante, vencedor. Una nueva expresión se formó en su cara y sus ojos nuevamente despidieron una especie de bondad. No sé si sea válido, ni si los cánones lo permitan, pero lo siguiente que escuché fue que me daba su bendición, que me absolvía de mis pecados y que rezaría para que entrara por las puertas del Cielo.


Líneas de la Vida

Nada hay peor que percibir los efectos de la propia ineficacia. Sobre todo cuando la actividad que se pretende realizar es la que poco antes se dominaba a la perfección. Las causas de que esto ocurra pueden ser muchas, pero la más lamentable es conocida de una forma engañosamente simple: el tiempo.

La primera vez que la estilográfica fue llevada por la mano del gran escritor, ésta se sintió intimidada. Quizás temiera que los trazos producidos por su tinta no estuvieran a la altura de aquel guía que tan magistralmente la iniciaba en los interminables recorridos sobre el blanco terreno del papel. Se sentía torpe, lenta, y con alguna frecuencia las líneas dibujadas interrumpían con incoherencia las frases. Sin embargo, el escritor tuvo paciencia y, con firmeza, la obligaba a mejorar su rendimiento. No pasó mucho tiempo para que el escritor la considerara su pluma favorita. No era para menos: el cuerpo negro de la estilográfica era delgado y con el suficiente peso para proporcionar equilibrio a la escritura. Su punta reflejaba fiel y finamente la intención que su dueño imponía en cada letra, en cada frase, en todos sus manuscritos. Con el tiempo (ese callado hipócrita), la delgada pluma se consolidó con méritos indiscutibles sobre cualquier otra competidora. Porque sí, tenía mucha competencia en su labor. Pero bastaban unos pocos intentos para que el escritor recapacitara y volviera al confortable uso de ella, su favorita. Y no es que no hubiera repentinamente alguna brusca reprimenda cuando ella fallaba en seguir sus indicaciones. Las había, por supuesto, mas siempre merecidas, siempre en un justo deseo de superación.

Quizás sus momentos de mayor satisfacción los encontraba cuando ambos (ella y su escritor) salían a contemplar los paisajes y buscaban inspiración. Entre los dos recorrían los caminos, analizaban a las personas, imaginaban sus sueños, escribían sus propias historias. Nada como sentir el calor del sol y el aire moviendo los lienzos de papel. Esto la excitaba, le daba más fluidez a sus palabras y, con ello, la imaginación del escritor se volvía inagotable. Fue, precisamente, a las orillas de un pequeño pueblo, tendida bajo la sombra de un enorme abedul, que plasmó con desenvoltura cada una de las palabras con que el escritor finalizó su obra maestra. Los dos sintieron una satisfacción nunca antes experimentada cuando el punto final cayó en su lugar. A partir de ese momento, su vida fue diferente. La fama se incorporó en su camino y eran muchos quienes deseaban conocerla, estrecharla, admirarla. Con frecuencia se preguntaban cómo era posible que de aquel pequeño cuerpo pudieran emerger tantas historias, tantos sentimientos, tantas vidas. El escritor estaba más orgulloso que nunca y no volvió a compararla con ninguna otra: se habían vuelto inseparables.

Esta sensación de pericia indomable duró lo suficiente como para que ambos disfrutaran su compañía un poco más. No obstante, el tiempo (otra vez ese traidor) intervino inesperadamente. Los trazos vinieron a menos. De alguna forma, la fuente de inspiración, de magia, de vida, comenzaba a secarse. Cada palabra que la pequeña pluma delineaba parecía no tener sentido, las frases perdían ritmo y las historias rara vez encontraban un buen fin. La inseguridad atrapó su delgado cuerpo y sus líneas resultaban ahora titubeantes, temblorosas y débiles. Se vio capturada por la depresión. La tinta dejó de fluir por eternidades y cada segundo que pasaba la convencía de que nunca volvería a escribir. Se sentía pesada, aletargada, ciega. Ni siquiera podía reconocer ya a su antiguo amo, al escritor, a quien la había llevado de su mano a la gloria. La llenaba de desilusión el hecho de que no volviera sus ojos hacia ella. La despreciaba, pensaba. Al menos la ignoraba y eso era suficiente para sentirse inútil.

Pero un día en que la pluma descansaba de su tristeza, inesperadamente sintió la cálida palma del escritor rodeando su cintura. Su ánimo resurgió inmediatamente y la emoción que le producía posarse nuevamente sobre el papel la hizo recordar los momentos de grandeza. Comenzó a deslizarse suave sobre las letras, sobre cada signo de puntuación, llenando de tinta los pensamientos de su dueño, de su amo. Aconteció, sin embargo, que sus trazos se hicieron débiles. La continuidad de las palabras era casi imposible pues la tinta fluía cada vez con más dificultad. El miedo se reflejaba en cada intento de línea y llegó a resultarle dolorosa cada palabra. Sólo lograba transmitir decepción y llanto amargo. Después de infructuosos intentos, terminó por rendirse y se dejó escapar de los dedos del escritor que lloraba también. Quedó tirada sobre la mesa, casi inconsciente. La hizo reaccionar lo húmedo de la sangre que comenzó a cubrirla cada vez más. Miró a su alrededor y descubrió el cuerpo sin vida del escritor, de su escritor, tendido sobre el viejo escritorio de trabajo. Sintió que la vida se le escapaba también a ella. Miró nuevamente la carta que ambos, juntos por destino, acababan de escribir. No pudo leer todo su contenido, pero le bastó para entender su última palabra: Adiós.


Tatuaje – Parte III

Un lejano grito hizo resonar su nombre y Fabián no tuvo otra alternativa que mover todos sus nervios hacia la habitación de sus padres. «Cierra la puerta», fue la instrucción seca y firme de su padre, justo en el momento en que cruzaba la puerta; un mensaje inequívoco de que la conversación sería tensa, vergonzosa, inmoral. Las piernas le temblaban a Fabián de tal forma que temió perder el equilibrio. Su padre se encontraba sentado tras el escritorio de trabajo y su madre ocupaba una silla al lado de él. A Fabián no le ofrecieron sentarse pese a que había una silla disponible. «Ya me platicó tu madre la estupidez que cometiste y estamos muy decepcionados de ti», inició diciendo su padre sin mirarlo, con los ojos puestos en la madera roja de su escritorio. «¿Acaso no piensas?», gritó repentinamente y un sólido puñetazo en el escritorio enfatizó violentamente su pregunta. A partir de este momento, la mirada de Fabián se posó sobre el piso vinílico de la habitación. Escuchaba los vehementes reclamos de su padre y percibía de reojo los aspavientos de sus brazos. «Irresponsable», «imperdonable», «hipócrita», eran algunas de las palabras pronunciadas con toda la ira que su padre podía expresar sin recurrir a la agresión física. Los gruesos anteojos del padre aumentaban la irritación en su mirada mientras Fabián permanecía inmóvil (aunque tembloroso) sin poder emitir palabra o sonido alguno. Quizás sólo habían transcurrido algunos segundos de discusión, pero Fabián creía haber envejecido algunas décadas por la forma en que su cuerpo y su mente comenzaban a deteriorarse. Le costaba trabajo pensar y le resultaba imposible la asimilación de aquellas palabras que se empeñaban repetidamente en acuchillarlo. Su madre no decía una sola palabra, sólo asentía con un movimiento mecánico de su cabeza, en un ciego apoyo a los argumentos que su esposo esgrimía con súbita habilidad.

Fabián notó que ninguna explicación le era exigida, ni siquiera algún pretexto para justificar sus acciones; no había habido un momento para que se excusara. Comprendió entonces que no estaba en un juicio, sino en la audiencia de su condena. Sabía que, de cualquier forma, una defensa habría sido suicida. Si hasta entonces su padre se había mantenido tras su escritorio, una sola palabra habría bastado para convertir su enojo en furia incontrolable. Debía aguantar. Un breve silencio interrumpió sus pensamientos y los reproches de su padre. Fue breve, muy breve. Tan breve que le pareció eterno por lo que representaba. «A partir de este momento has dejado de ser nuestro hijo», fue la frase que destrozó el silencio y, como arma asesina, alcanzó su corazón. Sólo hasta entonces percibió el sabor salado de una lágrima que escapaba a su voluntad, recorría su rostro y lo abandonaba para ir a estrellarse contra el vinil del piso que miraba fijamente. «¡Hipócrita!», retumbó en la habitación. Fabián se esforzaba por mantenerse de pie, por no caer. Su madre seguía callada, pero ya no asentía, ya no podía hacerlo. Pese a que había mantenido su posición de completo apoyo y de respaldo para su esposo, no pudo aceptar aquellos «tu madre y yo», «nosotros», «hemos decidido», que su esposo insistía en recalcar. No podía, tampoco, contradecirlos pues pondrían en riesgo la alianza que se veía obligada a cumplir religiosamente. Su única reacción consistió en clavar la vista en sus pies, concentrándose en no escuchar, en desviar su atención de aquella palabra recurrente: hipócrita. En realidad, no estaba de acuerdo con lo que su esposo expresaba, pero comprendía que su opinión no debía salir a flote. «¡Vete de aquí porque ésta ya no es tu casa! A partir de ahora sólo veo en tu cara hipocresía. Tienes una H en la frente, una H de hipócrita, nunca más de hijo. Y no importa que hagas, para nosotros estará siempre allí, en tu cara, como un tatuaje que no podrás borrar jamás. ¡Vete ya, hipócrita!».

Fabián salió de la habitación sin haber podido decir nada, sin levantar la mirada del piso, sin poder comprender la gravedad de su comportamiento ni la crueldad de su condena. Se dirigió con pasos flojos a su propia habitación y dejó que un llanto mudo cubriera su cara, impidiéndole el paso del aire, obstruyéndole la vista y arrebatándole la fuerza restante a sus piernas. Cayó de bruces junto a su cama, convulsionándose por la furia con que sus lágrimas brotaban. Sus ojos se cerraron tratando de contener sus lamentos y por un momento logró calmar ligeramente sus sollozos. Abrió lentamente sus ojos y su mirada borrosa sólo logró identificar las losetas vinílicas que cubrían al piso sobre el que yacía. Su mente se encargó de completar la escena: aquellas losetas se unieron ante su mirada para crear la figura de una enorme H, la H de hipócrita. Instintivamente, llevó su mano a su frente, tratando de localizar el involuntario tatuaje que ahora debía mostrar.

 

(Continúa…)


Tatuaje – Parte II

Se podría decir que la vida de Fabián había sido apacible hasta ese momento. Altas y bajas, sí. Pero nada que hubiera resultado demasiado traumático. Había sido buen estudiante y sus logros académicos le habían conseguido cierta reputación de ser una persona inteligente. Solía decir que, de tener alguna, su mayor habilidad era la de aprender, no sólo en el plano educativo sino en cualquier plano que a él le interesara. Estaba convencido de haber nacido con una extraordinaria capacidad de dominar actividades físicas, deportivas, musicales, intelectuales y sociales. Le bastaba dedicarle un poco de tiempo a cada cosa para que la aprendiera a buen nivel. Sus cualidades lo hicieron destacar rápidamente entre quienes lo conocían, al grado que llegaban a considerarlo, en varios aspectos, alguien «especial».

Sin embargo, mientras pasaban los años, terminó por darse cuenta de que todas las cualidades con las que había sido provisto no lograban cubrir ciertas necesidades que otros alcanzaban casi de forma natural. Quizás una de las que más lo perturbaba era la poca (inexistente, tal vez) pericia para acercarse a las mujeres. De algún modo, las palabras no florecían adecuadamente en sus conversaciones, y las pocas que lograban emerger penosamente, carecían de gracia, de espontaneidad, de la agilidad con que podía realizar tantas y tantas cosas. Resultaba un tanto frustrante que no existiera (o que no poseyera, al menos) algún libro con las tácticas que ansiaba adquirir para acercarse a las mujeres, para hacerlas reír, para enamorarlas y seducirlas. Su proceder normal consistía en esperar. Esperaba que alguna chica se acercara a él y le hablara, que fuera ella quien luchara (ya vaya que luchaban) para arrancarle las palabras a su timidez. Entabló algunas relaciones de este modo, pasivamente, al acecho de la espera, a la espera del acecho. Por supuesto, sus primeras citas fueron difíciles, poco fluidas y, también, poco duraderas.

Quizás por todas estas dificultades, valoraba mucho a quien consideraba su primera relación «formal». Había sido con una muchacha que conoció en la escuela de pintura, mientras él trataba de explicarle al resto de la clase su propia forma de lograr los claroscuros. A Elsa le llamó la atención su destreza y comenzó a discutir con él las ventajas y desventajas de esta y otras técnicas. Fabián se sintió cómodo desde el principio al tener un tema que sirviera como escudo entre él y Elsa y se sentía seguro intercambiando ideas sobre el color y las texturas. Fue hasta que ella decidió hablar de otros temas cuando, sin darse cuenta, él logró entablar pláticas más completas y personales. Para asombro de ambos, comenzaron a salir juntos. Así, Fabián se enteró que Elsa estudiaba Sicología, tenía un perro llamado Tigre y vivía (un tanto a su pesar) en una familia religiosamente conservadora. Él le confesó a Elsa que le gustaban las Matemáticas y que las prefería a tener que asistir a reuniones sociales, que su mayor sueño era convertirse en jugador de béisbol (de tercera base, por supuesto), y que tenía un gato llamado Bicho. Si bien Elsa no fue la primera chica a la que besó, sí fue la primera con la que pareció disfrutarlo. Su relación creció rápidamente, con fuerza y vivacidad. No podía entender todo lo que sentía ni la necesidad que ahora tenía por estar junto a Elsa. Si ella no estaba, Fabián era miserable, estaba incompleto; se sentía muerto.

Ocurrió, sin embargo, que tanta pasión tomó por sorpresa a la pareja. A los pocos meses de haber iniciado su relación, Elsa le notificó con desconcierto a Fabián: «Estoy embarazada». Cierto era que Fabián estaba acostumbrado a hacer frente a problemas complejos, casi imposibles, y con regularidad salía airoso ante ellos. Esta vez, para su desgracia, no tenía idea de cómo proceder. Ambos eran muy jóvenes y continuar con el embarazo les suponía el retraso, la cancelación (quizás) de sus planes, de sus sueños. Elsa tomó la firme de decisión de no interrumpir el embarazo, pero también ofreció a Fabián de hacerse cargo del hijo de ambos sin obligarlo a nada. Él no aceptó, no pudo aceptar, pese a todo el conflicto que esto le acarreaba. Decidió, no sin pesar, que saldrían juntos del problema, que transformarían el problema en sueño, y que su sueño los llevaría a la felicidad.

Pero siempre es más fácil hablar que actuar. Las promesas se hacen fácil, pero llegan a causar dolor mientras se cumplen. La primera acción que Fabián había decidido tomar fue la de comunicárselo a su familia. El día que planeó hacer su confesión, se levantó tarde; no podía abandonar la comodidad de su lecho. Incluso, le causó dolor físico en las articulaciones cada movimiento que hizo para levantarse. En la casa sólo se encontraba su madre. La encontró acomodando su cama y Fabián ideó alguna conversación que se sintió forzada para poder quedarse un rato con ella. Finalmente, soltó la noticia frente a la conmoción de su madre. Se hizo un silencio en cuanto él terminó de hablar. Le temblaban las piernas y no sentía las palmas de sus manos. Le pareció que el único sonido en la habitación era el de su corazón, que luchaba locamente por atravesar su pecho. Después vinieron los gritos de furia, los insultos, todos y cada uno de los reproches que una madre no se imagina que podría hacerle a un hijo. Las lágrimas emergieron con abundancia y malestar. Inevitables, caían una a una haciéndose pedazos en el frío piso. Fabián sintió que, como sus propias lágrimas, el amor de su madre comenzaba a hacerse añicos.

Lo siguiente que Fabián supo fue que debía quedarse en casa el resto del día. No como castigo, sino como medida preventiva, según percibía. Y si acaso había un castigo en aquella actitud de su madre, era que Fabián enfrentara a su padre, un hombre normalmente tranquilo, pero que había visto explotar rabiosamente cuando su larga paciencia se agotaba. ¿Qué debía esperar Fabián de él? Si su situación actual lo aterraba, hacerle frente a su padre lo hacía temblar aún más. Nunca había sentido tanto miedo.