Esta semana inicia para mí un nuevo entrenamiento en mi carrera. Aunque me he desempeñado siempre en el mismo puesto dentro de la empresa en la que laboro, la realidad es que mis actividades cambian radicalmente de tiempo en tiempo. No ha sido nada raro que, sorpresivamente, lleguen instrucciones desde “el corporativo” ordenando modificar o ajustar actividades para adaptarlas a los nuevos entornos de la vida tecnológica.
Sí, la vida tecnológica cambia violentamente. Mi trabajo recibe toda esa violencia y debe reaccionar de alguna manera para recibir el impacto lo menos dolorosamente que se pueda. Porque, sobra decirlo, es imposible quitarse de su camino.
Debido a todos esos cambios, el día de hoy viajé a Seattle, Washington. O, mejor dicho, a un lugar cercano llamado Redmond, donde se encuentra la sede de la corporación donde laboro. Lo único importante de este día es el viaje. Bueno, importante o no, fue lo único que ocurrió. Lo que sí puedo decir es que no fue un viaje normal, como el de otras ocasiones que he viajado a este lugar. No. Y precisamente por eso, es que hoy escribo, para resguardar la integridad de lo que pasó en mi memoria (la electrónica, por supuesto).
Inicié el día cambiando la forma de trasladarme al aeropuerto. Nada del otro mundo, salvo que tuve la grata experiencia de darme cuenta que la eficiencia de Uber supera cualquier buen resultado que haya tenido con las empresas de taxi por teléfono. No voy a detenerme a despotricar contra éstas últimas, aunque mencionaré que varias veces me dejaron colgado con su servicio poniéndole un estrés innecesario al, ya de por sí, pesado viaje. El día de hoy, el auto de Uber que pasó por mí fue puntual y rápido en mi traslado al aeropuerto. Mejor aún: fue mucho más barato que cualquier taxi. Qué más podía pedir.
Una vez en el aeropuerto, el proceso de check-in (o de documentación) fue bastante rápido y logré librarme de los controles y revisiones con más ligereza de lo que hubiera pensado. La sorpresa fue que, en lugar de los típicos asientos en clase perrage, mis asientos eran de la clase Business Priority. No sé cómo fue el error, regalo o milagro. El caso es que, al momento de que comenzamos a abordar, me di cuenta de que no había número de grupo para abordar en mi boleto, sino un letrero que decía Priority. Ni tardo ni perezoso, aproveché y subí a los cómodos asientos VIP (Very Important People) de esta clase privilegiada. Nada especial, por cierto. De hecho, me parecen mucho más cómodos los asientos de cualquier sala VIP en el cine. Y, digo, no es que por ir en clase Business Priority un potencial accidente perdone a sus privilegiados miembros, pero sí existen algunas diferencias que hacen disfrutable viajar en este “nivel”. Me refiero, primordialmente, a la comida. El desayuno VIP supera con creces a los cacahuates de la clase VPP (Very Poor People). El espacio entre asientos y el espacio EN el asiento marcan una gran diferencia también. Bueno, el caso es que disfruté el viajecito de dos horas que me llevó a la primera escala que debía hacer en el aeropuerto de Dallas.
Supongo que algo malo ocurrió en Dallas con el personal que revisa la documentación de los viajeros extranjeros, porque la verdad es que fue la peor atención que he recibido de parte de este tipo oficiales migratorios. En una fila de unas cien personas, tardé formado más de hora y media. Lentísimo. No, más que lento; agobiante. Necesitaba tomar el siguiente vuelo y aquellos robustos empleados no lograban darse prisa atendiendo a TODOS los que íbamos llegando. Hicieron algunas modificaciones en las filas y, para mi mala suerte, fui a caer con un oficial aduanal que parecía saber mucho de datos curiosos y estadísticas. Me preguntó lo mismo que siempre me preguntan: que a dónde voy, por qué voy, con quién voy, cómo voy, cuánto tiempo y por qué tanto. Lo de siempre. Ah, pero no contaba con la estadística maldita. Quiero aclarar que nunca he cambiado mi nombre, porque eso hubiera explicado mucho. Resulta que, al final de la revisión de mis documentos, el oficial de migración emitió un ligero “oh-oh”. Algo así como: “acabo de toparme un problema rarísimo que sólo le ocurre a unos cuántos y tú, sí, tú, eres uno de ellos”. Lo siguiente que me dijo fue curioso: tienes un nombre común. Pocas veces hubiera descrito mi nombre como común, pero, al ver que no comprendía sus palabras por completo, me aclaró: José es uno de los nombres más comunes del mundo. Aunque no tenía la certeza, no me sonó raro. Estaba a punto de contestarle “Gracias por el dato, oficial”, cuando agregó: “Acompáñame al cuartito de los castigos”. Quizás no lo dijo así, pero sabía lo que significaba: iban a revisar mis datos para validar que no fuera yo algún criminal convicto escapando de la justicia. En el camino al “cuartito”, el oficial siguió explicándome: “José es el segundo nombre más común en el mundo, ¿sabes cuál es el primero?”. Supuse que, aunque respondiera correctamente, no me iba a salvar, así que sólo contesté “No, ¿cuál es?”. “Mohamed. El tercero es María”. Y dicho esto, me depositó en el cuartito junto con otros paisanos (¿otros Josés o Mohameds?). Después de verificar que, en ese momento, no era ningún José buscado por alguna autoridad nacional o internacional, me dejaron seguir mi camino hacia mi siguiente vuelo. Vuelo que, por cierto, ya había perdido, así que tuve que ir a ver cómo demonios hacía para encontrar otro vuelo desocupado que me trajera a Seattle (bueno, a Redmond) a buena hora.
En el módulo de la aerolínea trataron de ayudarme sin preguntar casi nada. No sé si no les interesaba por qué había perdido el vuelo, pese a que el anterior había llegado a tiempo, o simplemente vieron mi nombre en el pasaporte y dedujeron lo que había pasado: “Ah, es otro José”. El caso es que el siguiente vuelo era en dos horas, pero no iba a poder disfrutar de la Busines Priority class porque no había lugares disponibles. Y, lo peor, es que estaría sentado en las filas de salida de emergencia, donde está un poco menos afortunado el asunto (algo así como de VVPP). Me resigné porque era el vuelo más cercano, aunque la empleada del mostrador me ofreció que, de ser posible, me cambiaría el asiento (o sea, de VVPP a VIP) si algún ricachón no llegaba. Ni hablar. Me fui a la sala asignada y esperé a que alguno de los empleados que se colocan en la puerta de embarque anunciara que José había obtenido un lugar en VIP. No ocurrió. Cuando llegó el momento, tuve que resignarme a usar el asiento 24C del pasillo de la salida de emergencia. Por cierto que, en caso de emergencia, poco habría que hacer, según yo, pero ése es tema de otra conversación. El caso es que ya estaba yo embutido en el asiento cuando la azafata anuncia que será un vuelo “completo”. Eso quería decir que ya estaban asignados todos los asientos. Mis esperanzas murieron en ese momento. Ya estaba preparándome para ver cómo me acomodaba para dormir un rato, cuando un empleado de la aerolínea llegó hasta mi lugar. ”¿Usted es José?”. “Ya valió”, fue lo primero que pensé, pero respondí afirmativamente con la cabeza sin hacer contacto visual. “Tenemos un asiento en clase VIP para usted. Por favor, acompáñeme”. Durante el recorrido del pasillo no mencionó nada de los nombres más comunes, así que me dio cierta confianza el tipo. Cuando llegamos hasta el inicio del avión, allí estaba el anhelado asiento VIP. En menos de lo que se dieron cuenta los demás pasajeros, tomé posesión de aquel trono. Me entregaron un nuevo boleto con mi nombre en donde también se leía la nueva asignación: 1C. Luego vi al pobre VPP que entró para ocupar el lugar 24C que había quedado disponible. “Sorry, my friend”, pensé, aunque realmente no lo sentía tanto.
Contrario a lo que yo pensaba, en mi nuevo lugar VIP pude presenciar cosas más interesantes que la buena comida (que, por cierto, fue deliciosa). Resulta que, ya cuando todos habíamos comido, uno de los pasajeros hizo su recorrido al baño VIP y, tras balancearse un poco, cayó de espaldas en la cocina. La azafata no supo qué hacer de buenas a primeras. Vio que aquel tipo se convulsionaba un poco y que permanecía boca arriba en su piso. Buscó no moverlo (no hubiera podido, aunque lo hubiera querido), y colectó algunas mantas VIP para ponerlas de almohada al recién caído. Antes de que pudiera colocarlas, se acercó un sujeto y ella le preguntó con cierta esperanza: “¿Es usted doctor?”. “No, pero vengo a ayudar”. Ella no supo cómo reaccionar y, todavía con las mantas en la mano, tomó el teléfono y le llamó a una compañera. La otra azafata tardó un poco en llegar. Supongo que estaba buscando a algún doctor entre los pasajeros. El hombre que se había ofrecido a ayudar le preguntó al caído si se sentía bien. La azafata se veía algo angustiada, pero guardó la calma. Era la primera vez que me tocaba presenciar algo así durante un vuelo y me pregunté cuál sería el protocolo en esos casos. ¿Se mandaría el avió al aeropuerto más cercano para darle atención médica al enfermo? ¿Le aplicarían algún tipo de tratamiento o primeros auxilios las azafatas? ¿Tendríamos que regresar a Dallas? Debo confesar que esta última alternativa me horrorizó más que ver caer a aquel pasajero. Apenas analizaba yo cómo podía ser el desenlace de aquella emergencia, cuando el pasajero voluntario le ofreció su mano al caído y lo ayudó a incorporarse. Un poco mareado, el recién levantado comenzó a platicar qué fue lo que sintió antes de desplomarse en la cocina. Aparentemente, algún tipo de mareo lo atacó durante su trayecto al baño y, mediante un destello inesperado en su mente, perdió la conciencia al siguiente instante. Justo en ese momento llegó la otra azafata con un pasajero doctor. O un doctor pasajero. Bueno, un doctor. Se ve que el pobre enfermo estaba más apenado que en riesgo porque trató de convencer a todos que estaba bien y que quería regresar a su asiento. Después de hacer algunas bromas con el doctor pasajero, se retiró de la cocina. No recordé que el enfermo hubiera alcanzado a entrar al baño, así que ya no pedí nada más de comer.
Hubo algunos otros incidentes en el área VIP. Pasajeros ya medio borrachos coqueteándole a la azafata, bebés llorando como si fueran en clase VPP, etc. Nada tan relevante como aquel hombre que perdió el conocimiento en pleno vuelo.
El resto del viaje fue normal, con algunas dificultades para llegar al hotel. Nada del otro mundo. Mañana, con el inicio del curso al que vengo, seguramente habrá nuevas anécdotas que contar. Espero no meter demasiado la pata en este tipo de exposiciones ante audiencias internacionales. Por lo pronto, mi gafete dirá Julio, nada de José.